"El talento de hacer dorayakis, el talento de vivir.."
En estos momentos en los que la violencia está tan incrustada
en nuestra sociedad, que parece que está tomando las riendas de nuestra
civilización derivándola hacia un futuro nada halagüeño, es gratificante poder encontrar entre la cartelera, normalmente poblada de películas que sólo tratan de recaudar
lo máximo posible en el mínimo tiempo, con
una pequeña película japonesa que ofrece una visión positiva y esperanzadora
sobre la condición humana.
Sentaro (Masatoshi Nagase), un solitario y triste hombre, regenta
una pequeña pastelería en Tokio, donde prepara y sirve sin mucha ilusión dorayakis, un dulce típico japonés consistente en dos bizcochos de forma
redonda relleno de anko, una especie de judía dulce.
Un buen día Tokue (Kirin Kiki), una anciana, en apariencia
frágil y desorientada, con una enfermedad en las manos, le ofrecerá su ayuda al
comprobar que sus pasteles no reciben el trato especial que necesitan para
conseguir el sabor ideal. Sentaro, a regañadientes y después de comprobar su
delicioso anko, terminará aceptándola y dejándose guiar por el saber hacer de
la sabia mujer.
Una dulce y sensible mirada a través de los ojos de una venerable anciana, marcada desde joven por una terrible enfermedad, que busca la vida en
cada pequeño detalle, desde la flor del cerezo hasta el canto de un canario, y que
se contrapone con la del hombre de mediana edad que un día cometió un error,
que todavía está pagando, y por el que vive condicionado. Un poético relato que
nos habla de la soledad, la necesidad del ser humano por ser escuchado y
compartir, la discriminación, que sufren los enfermos por parte de la sociedad, y de la armonía con
la naturaleza que nos rodea, que hace que la vida merezca la pena vivir y disfrutarla.
Una historia sencilla para degustar pausadamente, sin prisa,
que nos dejará un poso de dulzura del que será difícil desprenderse y que hará
plantearnos nuestro comportamiento con el prójimo y nuestro entorno.
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